TALLER MACEDONIO FERNÁNDEZ DE NARRATIVA

lunes, 15 de diciembre de 2014

hilos que según pasa el tiempo se aflojan

Los milagros prodigiosos que ocurrían en la Iglesia del padre Julián llegaron a mis oídos en circunstancias realmente angustiosas. Cada noche al volver a casa luego de un día de arduo trabajo, encontraba a Aurora en un mar de lágrimas; pero eso ya no era novedad para mí, sí lo que venía después: el relato de las fechorías de la tía Josefa. ¡Fechorías! Así las llamaba mi mujer. A mí al principio me parecieron travesuras: como eso de agregarle sal y pimienta solo al plato de Aurora y hacerse la desentendida cuando mi mujer probaba de mi plato y constataba la diferencia; o entrar a la sala, recién encerada con esmero por Aurora, con las chinelas empapadas por haber regado el jardín que ella, sólo ella cuidaba, y la mirada furiosa de mi mujer: ves lo que me hace. Yo, reprimía una sonrisa porque hasta ahí, me parecía un juego casi infantil. Pero después de que vaciara el frasco de perfume francés en la bañera -regalo que yo le había hecho a Aurora para su cumpleaños- porque mi mujer le había insistido que se bañara, que no olía bien, comprendí que las cosas entre ellas definitivamente no andarían. ¡Era increíble que tuviese tanto talento para la maldad! Mi tía, mi adorable tía; de un tiempo a esta parte había cambiado notablemente. Me angustiaba porque yo quería a la tía Josefa, y sabía que ella también me quería a mí, siempre me decía que yo era su sobrino preferido; tal es así, que cuando decidimos formalizar con Aurora, la tía viendo nuestra imposibilidad, nos ofreció su casa llena de comodidades, algo que a nosotros nos llevaría una vida conseguir. Quedó flotando en el aire que algún día sería nuestra. En ese primer tiempo, Aurora adoraba a la tía, le hacía sus comidas y postres preferidos, iban juntas a la plaza a tomar sol, tenían largas charlas después de la cena en las que siempre coincidían. Hasta que un día ese clima cambió. Vaya uno a saber por qué: hilos que según pasa el tiempo se aflojan, se desanudan y forman otros nudos. Algo así debe pasar, en fin, sólo sé que estoy en un cuello de botella. La cosa fue que la tía empezó a no encontrar apetitosas las comidas ni los postres de Aurora; decía que la hacían engordar, que su médico dijo esto y aquello, que su salud estaba en declive. Y Aurora, otro tanto: que se estaba poniendo insoportable, que la vejez le estaba llegando al galope, que qué nos espera, que qué me espera, que mejor menos confort y mas tranquilidad. Y Yo, rehén de esos dos bandos, porque cada una parecía un regimiento. Las charlas de sobremesa ya no existían, tampoco comíamos juntos: la tía en el comedor y Aurora en la cocina. Yo con el plato en la mano y la servilleta al cuello, yendo del comedor a la cocina, viendo caras compungidas y miradas que echaban fuego. Para peor la tía Josefa se estaba quedando sorda, y yo no podía consolarla por lo bajo con alguna palabra cariñosa o conciliadora, sin que Aurora se me viniera encima. Así que cuando supe del padre Julián, pensé que podía llegar a ser una solución, ya había llegado a un límite de tiempo, a una situación en que tocaría cualquier puerta: brujos, hechiceros, manos santas, cualquier cosa. Vayamos primero por derecha, me dije. Yo creo que el milagro comenzó cuando pude convencer a las dos -desde luego con diferentes argumentos- de que fuéramos a la misa del padre Julián. Di varias vueltas sin poder estacionar, tal el tumulto de gente y autos alrededor de la iglesia; ya estaba por desistir, Aurora decía que volviéramos, no ves que no hay lugar; y la tía, ya vas a encontrar, ya vas a encontrar. Y encontré. Y el milagro se produjo, aunque de una forma extraña para mi gusto. Volvimos a casa sin la tía. La perdimos en ese hervidero de gente. Me desespere, grite varias veces: tía Josefa, tía Josefa, me miraban con piedad; seguramente pensarían que estaba haciendo alguna petición para ella, ya que había quienes rogaban en voz alta. Aurora me decía por lo bajo: no grites, no grites más, si sabés que no te va a escuchar. Después de dar mil vueltas, cuando todo había terminado y la calle estaba desierta, entre a la iglesia: todo estaba en penumbras, podía oírse el silencio, los bancos vacíos, negros. Desvanecida la esperanza de encontrar a mi tía levanté los ojos y vi la imagen imagen: fría, erguida, las manos entrelazadas y el mismísimo rostro de la tía Josefa. * Fechorías, 2014, inédito

Como la Gioconda

La alumna Isabel, joven criada a la antigua, vestida casi como una monja y con actitudes y aspecto similares a una monja -porque en algunos casos el hábito sí hace al monje- tenía serias dificultades con una materia: Filosofía. Su padre, hombre estricto, pero no al extremo -si había que virar viraba a diferencia de otros padres que de entrada delegan esos menesteres a sus esposas- decidió tomar cartas en el asunto después de comprobar que la tal Isabelita -luz de sus ojos- sólo conseguía aplazos en esa materia. Impuso algunas reglas que a veces resultaban y otras no: le prohibió las salidas con amigas, por ejemplo. Tampoco las podía recibir. Hasta cubrió con un paño negro el televisor. En los días previos al examen, todo quedó muerto en la casa. Isabel cursaba el primer año en la facultad y él todo lo hacia por su bien, por su futuro, ¿qué duda cabe? Si bien no había novelas, tampoco él podía ver su programa favorito. Valía la pena un poco de sacrificio por una hija universitaria. Así y todo, Isabel no lograba levantar sus notas ni medio punto. La madre, viendo tal situación -el marido al borde del colapso y a la hija más que angustiada- y siendo ella como era, mujer flexible tan flexible que habiendo visto en algunas ocasiones al profesor y conociendo algo de la vida le pidió una suma mas o menos importante a su marido y ante la pregunta de para qué la quería contestó: “para solucionar nuestro problema”, se bastó a sí misma para urdir un plan, porque la Filosofía se había convertido en un verdadero problema, en preguntas sin respuesta, un problema sin solución. La madre, mujer flexible tan flexible, va de compras con Isabel, vuelven con muchos paquetes. Isabel se prueba las medias negras, la minifalda roja y aparecen muy esbeltas sus piernas. Isabel, nostalgiosa, tironea un poco de la pollera, pero se mira de costado en el espejo y ya no tira de ningún lado. Se llena de satisfacción el rostro y abraza a la madre. El profesor esta tan contento con los adelantos de Isabel que antes de cada examen la pasa a buscar y se van en su auto azul. El padre mira a la madre de su hija, mujer flexible, tan flexible, y lleno de admiración dice: “¿Como no saber que todo era tan simple?” Ella sólo sonríe, como La Gioconda. * Como la Gioconda, 2014, inédito